Las marchas pueden ser útiles, pero también pueden ser absolutamente inútiles e incluso contraproducentes. A juzgar por las estadísticas sobre inseguridad, la marcha multitudinaria de hace cuatro años fue inútil, a pesar de que algunos aseguraron, conmovidos por la visión de cientos de miles de manifestantes, que “nada volvería a ser igual ahora que se ha expresado la ciudadanía “; y en efecto ya no fue igual, fue peor. Tampoco pareció servir la del 29 de noviembre de 1997 en la que marcharon Felipe Calderón, Santiago Creel o a Eduardo Bours, para exigir al presidente Zedillo poner fin a la inseguridad. Alguien decía que las marchas son un fin en sí mismo, porque ejercitan a los ciudadanos en la defensa de sus derechos. No estoy de acuerdo. Cada vez que participamos en una marcha que no da resultados nace una nueva generación de desencantados. El recurso termina por desgastarse. ¿Cuántos que marcharon hace cuatro años ya no lo hicieron ayer, pese a que la inseguridad es aún mayor?
La peor marcha es aquella que deja la sensación en el ciudadano de haber cumplido con su tarea. La manifestación simplemente sirve como desfogue de indignación y da paso a la inmovilidad.
Convertirnos en masa sólo sirve si termina en el horno. De otra manera, es un desperdicio de harina y huevos que bien habrían hecho falta para otros fines. Quizá en otros países la mera expresión de miles de ciudadanos se convierte en mandato para la clase política. No en México. Lo importante no es la cifra definitiva de asistentes a la marcha de ayer. Lo decisivo, como en las bodas, es lo que suceda los días siguientes. Dejados a su arbitrio, los gobernantes harán algunos aspavientos tranquilizadores de cara a la multitud, emitirán edictos y harán discursos, y seguirán dedicados a otros afanes más inmediatos.
El problema con la inseguridad es que desborda a la clase política. No la resolverá, porque no puede. No es sólo un asunto policíaco; entraña el edificio completo de la impartición de justicia. Volcar recursos en los cuerpos de seguridad terminará simplemente por ampliar la capacidad de daño de un brazo ejecutor. Resulta absurdo creer que se pueden tener judiciales honestos sin sanear ministerios públicos, juzgados, prisiones y, claro, sin eliminar el influyentismo y la corrupción ¿Cómo pedirle a un judicial de Jalisco que ponga en riesgo su vida, si su procurador es descubierto en fiestas donde hay abusos de menores pero es protegido por el gobernador? ¿Cómo tener secretarios de juzgado intachables cuando su jefe exige alterar pruebas para otorgar permisos a un poderoso fraccionador?
Muchos de los que marcharon ayer están dispuestos a entregar una mordida para facilitar un trámite o para librarse de la molestia de una infracción ¿Con qué derecho le exigimos a un policía que no se corrompa para salvar la vida? Estamos contra la corrupción, pero a condición de que el combate en su contra la inicien otros.
La marcha será útil sólo si constituye el inicio de un compromiso ciudadano con una sociedad honesta. Servirá si deriva en un activismo en contra de la corrupción. Será útil si da lugar a una enorme batería de organizaciones ciudadanas capaces de exigir, monitorear e impulsar acciones concretas. Por lo pronto propongo una: apoyar a Insyde, una ONG de expertos en criminalidad y seguridad pública, que desarrolla modelos para certificar el estado de las policías y la capacitación del poder judicial, entre otros propósitos. Además de marchar, ¿cuál es su tarea? ¿qué causa adopta?
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