sábado, 1 de diciembre de 2007
Unos investigadores italianos logran ver el efecto de la belleza clásica en la actividad cerebral mediante resonancia magnética nuclear.
Actividad cerebral inducida por el arte canónico y por el modificado frente al estado de reposo.
Desde que el ser humano pintara bisontes en el techo de la cueva de Altamira se ha obsesionado con el concepto de belleza. Platón imaginó un mundo aparte en el cual tuvieran cabida conceptos abstractos como el de la belleza. Para Platón algo bello lo era intrínsecamente, por sí mismo, y era independientemente de nuestros valores culturales. Los antropólogos más tarde nos han dicho que si algo nos parece bonito o feo es porque nos han educado para ello, siendo el concepto de belleza relativo y dependiente del contexto cultural.
¿Hay alguna prueba objetiva que nos permita medir este tipo de cosas? Todavía la ciencia no puede resolver todos los interrogantes en esta materia, pero ¿se podría ver al menos el efecto de la belleza clásica sobre el cerebro humano?
Para contestar a esta última pregunta Cinzia Di Dio, Emiliano Macaluso and Giacomo Rizzolatti, neurocientíficos de la Universidad de Parma y del Laboratorio de Neuroimagen de Roma, han realizado una serie de experimentos basados en imágenes de resonancia magnética nuclear funcional. Este tipo de instrumental permite ver en directo qué partes del cerebro humano registran mayor actividad respecto a las demás.
Se seleccionó a unos voluntarios sin especial formación en artes para que contemplaran imágenes de esculturas clásicas y del renacimiento, tanto originales como alteradas. Mientras las veían se analizaba su actividad cerebral.
Las imágenes de las esculturas originales guardaban sus proporciones canónicas, mientras que las alteradas tenían estas proporciones cambiadas de tal modo que degradaban el valor estético de las mismas. Los científicos querían ver si las visualizaciones de las dos clases de imágenes tenían distintos efectos sobre la actividad cerebral. Pudieron comprobar que así era.
Las imágenes originales con sus proporciones áureas activaban conjuntos específicos de neuronas corticales, así como de la ínsula, que es una región que media en las emociones. Esta respuesta fue particularmente intensa cuando a los participantes en el experimento sólo se les pedía observar la imagen, es decir cuando el cerebro reaccionaba de manera espontánea al estímulo.
Además se les solicitó que juzgaran si las esculturas eran bonitas o feas. Las que eran juzgadas como feas activaban la parte derecha de la amígdala, que es otra estructura cerebral que responde a la información entrante que contiene valores emocionales.
Estos resultados indican que para una persona no experta en arte el sentido de la belleza está controlado por procesos no excluyentes. Uno de estos procesos, que podríamos llamar objetivo, se basa en la unión de la activación, provocado por parámetros intrínsecos al estímulo, de conjuntos de neuronas corticales y de la ínsula.
El otro proceso, que podríamos llamar subjetivo, se basaría en la activación de la amígdala y estaría condicionado por las experiencias propias del sujeto.
Los investigadores sugieren que ambos tipos de factores, objetivos y subjetivos, en la determinación de nuestra apreciación del arte. La historia del arte está repleta de la tensión constante entre valores objetivos y subjetivos. Esta tensión es más profunda cuando los artistas descubren nuevos parámetros estéticos que pueden interesar por motivos variados, pueden ser consecuencia de nuestra herencia biológica o ser producto de la moda o novedad. La pregunta central que permanece cuando la moda o novedad expiran, es si pueden sus valores formar parte del patrimonio permanente de la humanidad sin que sean inducidos por la herencia biológica.
En todo caso constituye el sueño de todo artista que las novedades por él introducidas pasen finalmente a formar parte del patrimonio humano. No sabemos si el que pintó los bisontes del techo de la cueva de Altamira así lo deseaba, pero al final así fue.
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