Navidades, Reyes y rebajas son las fechas más propicias para gastar y gastar, y los centros comerciales han sido los lugares elegidos por la mayoría. Horas y horas empleadas recorriendo arriba y abajo esos inacabables pasillos poblados de tiendas, cines, supermercados, cafeterías..., todo un mundo en miniatura. Pero un mundo lleno de tretas para seducir al inocente consumidor, ajeno al sinfín de recursos desplegados por los comerciantes para lograr que comprar parezca la más sencilla de las tareas. La luz, los aromas, los carritos, la agrupación de las tiendas o la pregunta aparentemente inocente de los empleados son algunos de ellos. Casi nada queda al azar en estos paraísos del consumismo. La primera de estas artimañas se esconde en su misma localización. Ya desde sus orígenes en Minnesota (EE UU) hace unos setenta años, estos modernos zocos se han ubicado generalmente fuera de las ciudades, lejos de los consumidores. Además del inferior precio del suelo, existe otra razón que explica este aparente sinsentido: la selección de la clientela. Para acceder a estos lugares, es necesario acudir en coche, primero, porque se suelen realizar compras en grandes cantidades, y segundo, porque no es fácil llegar por medio del transporte público. ¿Por qué dificultar el acceso y reducir con ello la potencial clientela? Para que sólo la clase media, la que tiene acceso a un automóvil y un poder adquisitivo suficiente, pueda disfrutar de sus innumerables posibilidades.
Una vez llegados allí, las primeras tiendas que salen al encuentro tienen algo de particular. Por lo general, no son las más importantes ni las que mayores ventas generan. Ello se explicaría, según Paco Underhill, antropólogo de las compras y autor del bestseller El placer de comprar, porque nuestro cerebro no está preparado para tomar decisiones en ese primer instante. Antes tiene que adaptarse al nuevo medio, percibir todos los impactos y acomodarse; hay demasiadas novedades para centrarse en una de ellas. Es, por tanto, una zona de transición poco productiva desde el punto de vista del consumo.
Pasada esta fase de adaptación, el cliente se encuentra en un ambiente agradable, caluroso en invierno y fresco en verano, un oasis que contrasta con las prisas, nervios y peligros de la gran ciudad. La música, pausada, y la sensación de seguridad invitan al consumidor a recorrer una y otra vez unos pasillos que destacan por su pulcritud. En contraste con las calles a las que estamos habituados, donde uno puede tropezarse, pisar desperdicios, dar con una baldosa mal encajada, ser atropellado..., aquí nada de eso tiene lugar. Se puede deambular sin mirar al suelo y de eso se trata: la atención no debe centrarse en el caminar, sino en los escaparates, que están allí para ser observados.
¡Qué transparentes y atractivos son todos! Nada impide acercarse y entrar, porque la transición entre el pasillo y la tienda prácticamente no existe. De hecho, ni siquiera tienen puertas. Sólo hay una excepción a esta regla: las tiendas de lujo. A éstas les interesa, por supuesto, vender, pero no a cualquiera. Sólo desean atraer a un público de alto poder adquisitivo, no a personas que sólo paseen mirando su exclusivo género. De ahí que sus puertas tiendan a ser más gruesas y sus escaparates más opacos. La regla es clara: cuanto más caro es el producto, menos visible debe ser.
La situación de las diferentes tiendas tampoco es casualidad. Suelen concentrarse por sectores, de manera que es frecuente que junto a un negocio de ropa exista otro del mismo género. La razón es simple: la agrupación ralentiza la marcha del consumidor. Puede que uno no se pare con la primera, pero la segunda capta una mayor atención hasta que la siguiente logra detener el paso. Está comprobado. Una vez dentro, quizás no se encuentre el producto buscado, pero nada impide ir a la tienda de al lado, que vende un género similar. Un trabajo en equipo, en definitiva.
Dentro de estos negocios, lo lógico sería que todo fuese fácil, que prácticamente no hicieran falta los dependientes. Sin embargo, algunas marcas reconocen que hacen todo lo contrario para propiciar que los clientes recurran a su personal. Es la regla de los seis (o diez, según el caso) segundos: que no transcurra este tiempo sin que el personal salude al cliente. Es un tópico del sector que sigue en vigor y que puede incluir también hechos curiosos como la prisa que se dan en recoger al cliente la ropa que se prueba o llevar la compra a la caja.
Precisamente es en el supermercado donde se concentran algunos de los trucos más ingeniosos. La ubicación de los productos es uno de ellos. No es casualidad que artículos de uso diario como la leche o el pan se encuentren lejos de la entrada y obliguen al cliente a pasearse por toda la tienda. Siempre cabe la posibilidad de que viendo todo el género, uno caiga en la cuenta de algún artículo olvidado. Y hablando de pan, el olor tan agradable que desprende un horno en plena actividad también sirve para estimular el apetito y las ganas de consumir de los visitantes. Todo está muy bien pensado.
Otro aspecto importante es la luz. Los supermercados utilizan luces halógenas en lugar de las fosforescentes para realzar el aspecto de las viandas. Una manzana brillante siempre atrae más que otra con un aspecto menos agradable. Un truco simple pero efectivo. Por supuesto, también la publicidad está por todas partes. Destacan los stoppers, esos carteles horizontales de vivos colores que salen de las estanterías para anunciar las maravillosas propiedades o el extraordinario precio de un producto que de otra manera permanecería oculto en la estantería. Ésta, por cierto, encierra otro secreto: cereales, galletas, bollos y demás chuches que gustan a los niños están en la parte de abajo, justo donde estos caprichosos consumidores alcanzan a ver. Por encima estaría el género dirigido a los adultos. Una treta más para captar la atención del consumidor adecuado.
Toda esta aventura culmina en la caja. Normalmente se ha de hacer cola, tiempo aparentemente inútil que no lo es tanto para los vendedores. Sabedores de que el comprador dispersa su atención en esos instantes, tratan de atraer su interés hacia productos banales como chicles, chocolatinas, pilas, discos, maquinillas de afeitar... pequeñas compras compulsivas de las que nadie se acuerda hasta que se halla en la cola esperando a pagar.
Y llega el gran momento, la hora de desenfundar la tarjeta de crédito. Ésta es la más genial de las tretas empleadas por los vendedores. Alejan al cliente del valor del dinero, de lo que cuesta realmente conseguirlo, y crean la ficción más importante de todas: comprar es fácil, cómodo y casi no cuesta.
Via:diariovasco
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