Pobre país el nuestro, que en materia política parece condenado a vivir con el alma enajenada por los amores y odios que inspira Andrés Manuel López Obrador. Para una parte de la sociedad y la mayoría de los medios de comunicación es la peor de las desgracias ; otros están dispuestos a seguirlo incondicionalmente al paraíso o al infierno. A mi juicio, ambas pasiones son igualmente dañinas para México. El sistema político mexicano está urgido de un movimiento social vigoroso de carácter popular de un López Obrador, o su equivalente. El verdadero peligro para México es que el sistema político siga siendo un ámbito monopolizado por acuerdos cupulares. Sin una presión social permanente, las políticas públicas y las reformas constitucionales terminarían por ahogar al resto de la población. Alguien tiene que recordarles que hay otro 50 por ciento de mexicanos para los cuales no se está gobernando, que los campesinos existen y que nueve de cada diez mexicanos no están inscritos al sistema de salud. Por razones de mercado económico y electoral, las cúpulas persisten en la inercia de gobernar para y por la mitad de la población, “la que importa”.Durante muchas décadas el PRI fue capaz de sortear las presiones de las élites económicas con las necesidades de estabilidad política de largo plazo. Ya no. Hoy en día los partidos políticos son incapaces de resistir los manotazos de los poderes económicos y mediáticos. Cada grupo ve por su interés unilateral e inmediato; la suma de tales acuerdos terminará haciendo irrespirable la atmósfera para los que tienen menos. El verdadero peligro es la ruptura social. Algunos afirman que el movimiento social ya no es necesario, ahora que los mexicanos pueden validar con su voto la opción política que mejor les represente. La Nueva Izquierda y el PRD “institucional” son necesarios, pero insuficientes. La batalla formal dentro del poder legislativo y las instituciones es prometedora, pero está lejos de los temas decisivos. Baste decir que Ulises Ruiz, en Oaxaca, y Mario Marín, en Puebla, lograron carros completos en sus elecciones internas pese al enorme descrédito de sus respectivas gestiones estatales. La democracia no está sólo en las urnas. Se requiere de un movimiento que represente a los “otros” mexicanos. Si no hubiera un López Obrador habría que inventarlo. El problema es que él mismo en muchas ocasiones no parece estar a la altura de sus responsabilidades. Su desempeño en la reforma petrolera fue útil, obligó a un debate abierto y a una reforma consensuada, echó atrás el acuerdo que hace ocho meses habían tomado las élites en “lo oscurito”. No es la mejor de las reformas, pero es la que expresa la suma de posibilidades y desconfianzas de anteriores “aperturas” y privatizaciones. Pero convocar a la resistencia civil por doce palabras ausentes en la reforma, mediante un votación apresurada en una tarde lluviosa, arroja serias dudas sobre la naturaleza de su liderazgo. No se si tiene razón, pero promoverlas porque “así voto la gente” luego de una arenga en plaza pública, y desechar el criterio de su propio comité técnico, es irresponsable por decir lo menos. El problema es que AMLO se está acostumbrando a liderar incondicionales, a operar en un universo bipolar: o fieles, o enemigos y traidores. México no necesita Mesías políticos, pero sí reformadores sociales con liderazgo y representatividad. AMLO lo es, sin duda, aunque necesita interlocutores. Menos amor y odio de los otros, y más responsabilidad de su parte.
Via: jorgezepedanet
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