sábado, 25 de octubre de 2008

México, un país de discapacitados morales

Deleitaba mi sentido gustativo con un sabroso té helado cuando salía de aquel enorme centro comercial. Pese a la lluvia que cayó esa mañana, el calor era sofocador, de esos que traen humedad y hacen que sudes y te sientas como mojado.
Decía, salí del centro comercial -botecito de té helado en mano- cuando un minicooper rojo pasó frente a mí. Siendo esto algo común (que un auto pase delante de uno no es novedad) no tomé mayor cuidado y seguí mi camino, buscando entre las docenas de coches el capacete -descarapelado por años de exposición al sol y pocas lavadas- de mi auto Stratus. Había avanzado pocos metros cuando veo que el minicooper rojo se estaciona sobre las líneas azules de un cajón de estacionamiento destinado a las personas discapacitadas (que ahora elegantemente llamamos “de capacidades diferentes”).
Conforme me acerco a mi auto, me veo en la necesidad de pasar justo detrás del cooper. La puerta se abre y desciende un tipo en aparente perfecto estado de salud. Por un momento, nuestras miradas se cruzaron, yo inmediatamente busque en él algún defecto, la falta de una pierna, una mano “cuchita” o algún ojo de vidrio.
Nada.
El tipo cerró con firmeza la portezuela del auto y finamente accionó la alarma de su bien cuidado auto, no como el mío, que sinceramente era un remedo de auto, comprado de segunda me había aguantado un par de viajes a Acapulco, una ida a Querétaro y el diario ajetreo de la ciudad. Pobre, le sonaba hasta la tarjeta de circulación.
Busqué algún engomado para saber si el auto estaba registrado para alguna persona discapacitada (perdón, con capacidades diferentes), y no. Ni pegatina, ni placas especiales.
Caminé despacio para ver si alguien se bajaba de aquella unidad, pero no, el tipo venía solo.
Le observé bien, impecablemente vestido, pantalón de mezclilla de marca, camisa desfajada... pero qué diablos, es domingo... Tenis de marca, lentes oscuros, corte de pelo moderno... un clase mediero alzado soberbio a más no poder.
-Oye amigo– no sé ni cómo me atreví a increpar al buen amigo que lentamente caminaba rumbo al centro comercial con celular en mano.- Este lugar es para discapacitados– comenté al tipo y noté que bajaba la voz al decir la palabra “discapacitados”.
El muchacho bajó su mano, que ya tenía a la altura del oído con el mini aparato listo para entablar conversación a distancia. Por un momento me miró, como buscando alguna cámara, como en esos programas de cámara escondida, o tal vez esperando alguna muestra de autoridad de mi parte, no sé, que sacara alguna placa de policía, o por lo menos algún gafete de guardia de aquel centro comercial.
La verdad, no parezco guardia, ni por el físico ni por la actitud, más bien mi presencia asemeja más a algún vendedor de enciclopedias o testigo de Jehová, esas personas que llegan a tu domicilio con corbata, maletín en mano y el atalaya en el pecho en pleno domingo a mitad del partido de fútbol.
Al ver que no representaba ninguna amenaza para él, recobró la postura, dio un paso para adelante. Pero el paso sólo fue para tomar más aire y de su boca, con voz potente, me gritó:

"¿Y a ti qué te afecta, pendejo?".


1 comentario:

YA'AKOV BEN TZION dijo...

El problema de los mexicanos, no es solamente de educación, sino un vacío de autoridad. En la cultura de la selva en la cual vivimos y nos adentramos de día a día, la falta de autoridad se deriva de la inmoralidad de una “civilización” que no tiene parámetros de referencia. En una sociedad donde medra el que más abusa y de mayor impunidad disfruta; donde las leyes se quebrantan en base a una coma o a un punto mal escrito, o por la cantidad de baldíos que hay en la Ley, por lo cual hay delincuentes en la cárcel porque robaron un pan, y bribones en las calles que salieron por la “interpretación legal” que algún juez hizo de su caso; o porque no se integró adecuadamente la Averiguación Previa; la Ley se compra y se vende por el mejor postor. Donde nadie es responsable de sus actos; y toda la retahíla de razones de las cuales todos conocemos alguna. En una sociedad donde hasta la gente culta hace de cualquier rincón de la calle un basurero, o donde aprovechamos el cesto del vecino para dejar los desperdicios de nuestros consumos. Quién puede levantar su voz con autoridad y decirle a otro ¿Qué haces? Es por ello que cualquiera se revuelve cínicamente para devolver una injuria en lugar de una disculpa, o al menos avergonzado bajar la mirada en señal de conservar algo de decencia escondida en lo profundo. Por ello, no es motivo de asombro ser testigo de alguna forma de barbarie como la que se relata en esta historia. La doble moral que por siglos hemos venido manejando en nuestra sociedad civilizada, en todas las latitudes de la tierra, nos sigue pasando la factura, y cada vez, con mayores intereses, y con menor capacidad y tiempo para pagar.
Ya’akov Ben Tzión