De todos es sabida la dificultad que entraña obtener fondos para la investigación científica. Para paliar en algo ese mal endémico, muchas universidades ofrecen sus instalaciones científicas para que las empresas las usen para sus fines. Por ejemplo, para diseñar nuevos esquís Nike. La idea parece buena. Ambas partes salen beneficiadas. Pero la cosa no parece tan halagüeña cuando los resultados obtenidos no son los esperados por la marca comercial o éstos pueden dañar su imagen de algún modo. Es el caso de una investigación encargada a la doctora Betty Dong, de la Universidad de California en San Francisco, que aceptó llevar a cabo un estudio acerca de las diferencias entre un medicamento de marca respecto a uno genérico. La investigación fue financiada por la empresa farmacéutica Boots (que ahora se llama Knoll) y la propia universidad. En concreto, el estudio comparó la eficacia de una medicina para la tiroides de Boots, llamado Synthroid, con su competidor genérico. Obviamente, Boots esperaba que los resultados dejaran en evidencia al medicamento genérico, por aquello de que un producto de marca potente siempre es más fiable que uno de marca poco reconocible. El precio del medicamento de marca, efectivamente, también era más caro que el genérico. Si los resultados avalaban esta idea, máxime si éstos se habían obtenido en las instalaciones de una prestigiosa universidad, las ventas de Synthroid aumentarían sus ventas. Y todos saldrían ganando, la farmacéutica, la universidad y el conocimiento humano colectivo. Pero los resultados no fueron los esperados. Lo cuenta así Naomi Klein en su libro No Logo: Ambas medicinas eran bioequivalentes, hecho que implicaba un posible ahorro anual de 365 millones de dólares para los ocho millones de estadounidenses que tomaban la especialidad de marca y una posible pérdida de 600 millones de dólares para Boots (que eran los ingresos de Synthroid). Las conclusiones del estudio iban a publicarse en enero de 1995 en Journal of the American Medican Association. Pero Boots la impidió alegando que en su contrato figuraba una cláusula que le otorgaba el derecho de vetar la publicación de cualquier hallazgo (por si las moscas). Para evitarse pleitos, la universidad cedió y el estudio quedó arrinconado hasta que el Wall Street Journal destapara el caso y, con 2 años de retraso, el artículo por fin fuera puesto a disposición del consumidor. Dorothy S. Zinberg, profesora del Centro de Harvard de Ciencias y Relaciones Internacionales, escribió sobre este caso: La víctima del asunto no ofrece dudas: fue la universidad. Cada violación de su contrato no escrito con la sociedad, que la obliga a evitar el secreto siempre que sea posible y a mantener su independencia del gobierno y de la presión de las empresas, debilita su integridad.
Otro caso que demuestra que hacer investigaciones científicas patrocinadas por marcas comerciales es un mal negocio es el de la doctora Nancy Olivieri, de la Universidad de Toronto, una especialista internacionalmente reconocida en la talasemia, una enfermedad de la sangre. El estudio que le financió la empresa farmacéutica Apotex en 1998 se centraba en la eficacia de la deferiprona en jóvenes pacientes que sufrían talasemia. Pero Olivieri halló que la deferiprona no era segura: podía tener efectos secundarios peligrosos. Sin perder tiempo, Apotex canceló el estudio y amenazó a Olivieri con sus abogados si daba a conocer públicamente los resultados. Pero Olivieri, cuyo código deontológico tenía más peso que la cláusula que inadvertidamente había firmado al asumir el contrato de patrocinio de Apotex, acabó publicándolo todo en The New England Journal of Medicine. La universidad, sin embargo, se puso de parte de Apotex y destituyó a Olivieri de su alto cargo de investigadora del hospital. Tras una larga polémica pública, Olivieri fue de nuevo restituida en su puesto. Sin embargo, todos estos casos palidecen si los comparamos con el contrato de investigación que una fábrica textil hizo firmar al doctor David Kern, un profesor asociado de la Brown University de Rhode Island que trabajaba como médico laboral en el Memorial Hospital de Rhode Island. Al principio se trataba de estudiar solamente dos casos de enfermedades de pulmón que se habían tratado en el hospital. Kern descubrió, sin embargo, que había más casos entre los 150 empleados de la planta textil: 6 en total, cuando la incidencia de este mal en la población general es de un caso por cada 40.000 personas.Como en los casos anteriores, la fábrica se negó a que se publicaran tales resultados, la universidad se puso de parte de la empresa y se decidió cerrar la clínica en la que Kern desarrollaba su trabajo.Como debéis imaginar, estos casos dejan en evidencia que deben de existir muchos más que no salen a la luz. De hecho, según un estudio de 1994 sobre las relaciones entre las empresas y la investigación en universidades de Estados Unidos, en la mayoría de ocasiones la empresa interfiere sin que nada se sepa.
Por si esto fuera poco, las grandes multinacionales empiezan a invadir el espacio universitario de formas mucho más agresivas, incluso antes de que empiecen las investigaciones. Lo explica así Naomi Klein:
Lo que en realidad significa este salto es que los programas se diseñan para satisfacer el propósito de cátedras de investigación financiadas por las empresas y bautizadas con nombres tan sonoros como la de Profesor Emérito de Administración de Hoteles y Restaurantes Taco Bell de la Universidad estatal de Washington, la cátedra Yahoo! de Tecnología Informática de la Universidad de Stanford y la cátedra Lego de Investigación sobre la Enseñanza del Instituto de Tecnología de Massachussets.
Via:genciencia
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