sábado, 7 de noviembre de 2009

La escuela de la ignorancia


La progresiva depauperación de la enseñanza que, a pesar de las continuas reformas educativas, viene dándose en los últimos años no es algo fortuito. Esa es la tesis que defiende Jean Claude Michéa en La escuela de la ignorancia y sus condiciones modernas, un breve libelo que parece tocar tangencialmente el tema de la educación, mientras retrata de forma amplia el triunfo del capitalismo y los estragos que ocasiona —de los que la degeneración de la educación es sólo una faceta—. Así, Michéa realiza un repaso certero sobre algunas ideas fundamentales que deben ser tenidas en cuenta para comprender la realidad sociológica que vivimos, la cual en absoluto es fruto del azar. Aunque los orígenes del capitalismo pueden remontarse al siglo XVIII, y aunque éste siempre ha postulado la necesidad de implantar a escala mundial un libre mercado que se regularía por sí mismo, sin la injerencia de los estados (cuya existencia sin embargo el sistema capitalista aplaude para, precisamente, que sean ellos quienes se ocupen de legislar a favor del sistema capitalista); a pesar de esto, en los últimos treinta años se ha establecido lo que el autor denomina capitalismo suicida: un capitalismo que va a por todas, sin importar el precio que haya que pagar, sobre todo porque ese precio no han de pagarlo quienes nos imponen ese sistema. La idea perseguida en las últimas décadas consiste en lograr una sociedad absolutamente capitalista que, sin embargo, resulta empíricamente imposible. Lo que Michéa defiende es la idea de que las sociedades humanas poseen unos sistemas de regulación, que Orwell denominaba common decency, que imponen unos límites a cada individuo de tal manera que, precisamente, sea posible la vida en sociedad. Esos límites son los que el capitalismo, con su exaltación del individualismo y de la búsqueda del bien particular a cualquier precio, pretende abolir a marchas forzadas. Eso a pesar de que hasta la fecha la common decency, cada vez más en desuso, ha actuado como una barrera de contención para evitar que nuestra sociedad se desmoronase.
El capitalismo pretende una “sociedad” atomizada, cuyos miembros, desconectados entre sí, no opongan ninguna resistencia a un sistema que es radicalmente injusto. O bien, en caso de oponerse, se encuentren tan aislados que cualquier forma de colaboración o coordinación resulte imposible. De este modo, ese fomento feroz del individualismo, esa tendencia a confundir el egoísmo con la libertad personal, esa exaltación de lo particular en detrimento de lo social, no es casual. Por el contrario, forma parte de una estrategia que no deja nada al azar. Y de esa estrategia forma parte la búsqueda del adocenamiento paulatino y metódico de la población, gracias a un concepto creado por el propio sistema: el titytainment. Un entretenimiento zafio, basado en la satisfacción instantánea y el espectáculo, que busca acabar con la capacidad de análisis crítico de la ciudadanía. Y para redondear el trabajo, se reforman los sistemas educativos para que refuercen este cóctel letal. Y se consigue una enseñanza espectáculo que, rompiendo con los valores cívicos, enaltece los valores creados por el capitalismo (el triunfo, el dinero, el egoísmo). De tal modo que la mayoría de una sociedad condenada por el sistema al paro, a una educación precaria, a una sanidad cada vez al alcance de menos, amenazada con una vejez de indigencia sin pensiones, viva feliz y despreocupada. En consecuencia, y como muy bien señala Jean Claude Michéa, la pregunta no es ¿qué mundo vamos a dejar a nuestros hijos?, sino ¿a qué hijos vamos a dejar este mundo?

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